Pequeños copos de nieve - Capítulo 1
Él murió.
Ahora es el turno de
aquellos que dejo detrás. De sobreponerse, de sanarse mutuamente y de escribir
su propia historia.
Después de un breve funeral,
el lugar que alguna vez llamaron “hogar” se ha vuelto algo solitario. Sin la
presencia de uno de aquellos que amaban por darles la vida, ellos deberán ayudarse
y dejar salir todo lo acumulado con los años.
La familia es para siempre.
******
[Capítulo 1 – La nieve se ha
ido, pero el frío se queda]
Zapatos, camisa blanca, corbata negra y saco.
Su cabello dorado bien
peinado hacia atrás, y aunque los años le habían afectado considerablemente
(prueba de ello eran las arrugas bajo los ojos y las manos), aun mantenían su
color. Las canas se escondían bastante bien entre aquellas hebras doradas. Las
manos sobre sus muslos, recto, manteniendo su porte.
Se miró nuevamente en el
espejo que estaba delante de la cama, su rostro ensombrecido, no necesariamente
por las arrugas. Tampoco era para estar de buen humor. Hoy no. Ni mañana. Tal
vez ya no más.
“Te ves tan guapo en traje, amor.
Realmente te queda.”
Las palabras resonaron en su
cabeza, esbozando una media sonrisa inconscientemente. Recordando el tacto cálido sobre su mejilla. Y el sabor de los dulces y suaves labios sobre
los suyos.
Alargo la mano hacia la
mesilla de noche, tomando aquella vieja fotografía. Acarició el marco de madera
del cuadro, incapaz de contener las lágrimas.
Sus pensamientos fueron
interrumpidos por el suave golpeteo de la puerta.
-
¿Papá? ¿Estás bien?
¿Necesitas ayuda para vestirte? – su hijo habló a través de la puerta, el tono
de preocupación denotándose mientras tocaba la puerta.
Removió las lágrimas que le
quedaban con el dorso de la mano y tosió, tratando de calmar su propia voz para
que no se notara el cambio.
-
Estoy bien. Y-Yo…
bajare en un minuto, ¿sí?
-
Está bien. Tomate el
tiempo que necesites. Puedo decirles que esperen un poco más.
-
No. Estoy bien.
-
Ok. Te espero abajo.
Suspiró profundamente,
cansado, y apretó los parpados. Mentalizándose.
Volvió a dejar el marco en
su lugar y se levantó de la cama. Tenía un lugar al cual ir y no quería llegar
tarde.
*******
El sol se había ocultado,
gracias a aquellas nubes grisáceas que le eclipsaban, cubriendo la ciudad en una
tenue oscuridad. El silencio en el lugar reinaba, dejándole más espacio para
pensar, mientras apretaba sus manos delante de él.
Había una cierta fragancia a
incienso y flores que se deslizaba
suavemente en el ambiente y que la brisa fuera tranquila la ayudaba a
dispersarse y cautivar a los presentes, quienes se mantenían en silencio.
Sus ojos se mantenían fijos
en una sola cosa, no eran los arreglos florales o la forma en que el incienso
se consumía, dejando una pequeña línea que continua alargándose y desvaneciéndose
con la brisa. No, era aquella figura rectangular, hecha de mármol, en la que el
nombre de su amado estaba inscrito.
Continuaban rezando y
haciendo una oración para que el alma de este tuviera un descanso merecido,
pero todo lo que pensaba era; ¿Por qué?
Sabía la razón, pero seguía
sin entenderla. De todas las personas existentes en el mundo, ¿Por qué él?
Habiendo cientas, sino millones.
¿Por qué la persona que más
amaba? ¿Era una broma cruel del destino? ¿Había hecho algo malo?
Apretaba las manos,
sintiendo las uñas clavándosele en la arrugada piel de sus palmas. No
importaba. Ese dolor era insignificante a aquel que tenía arraigado en el
pecho.
No era un dolor físico, pero
aun así dolía. Le impedía sonreír y mucho menos tragar saliva. Sentía la lengua
reseca. El traje le hacía sentir demasiado calor, le sofocaba.
Quería irse de ahí, no
presenciar eso. Quería no tener que enterrar a su esposo. Quería llorar, pero
ni las lágrimas le salían. Se le habían acabado esa misma mañana cuando le
notificaron su muerte.
Se sentía fuera de lugar. No
solo ahí, sino en todo lugar. Es como si existiera, pero no totalmente. Aunque,
considerando que su mitad había desaparecido, ¿Cómo podría sentirse vivo al
100%?
Quería muchas cosas. Pero lo
que más deseaba era tenerlo junto a él, vivo.
Sí. Cambiaría todos los
deseos que nunca pidió solo por eso. Un deseo egoísta, pero sincero. De
aquellos deseos por los cuales harías cualquier cosa, incluso vender tu alma al
diablo solo por hacerlo realidad.
Aunque, si los deseos fueran
posibles, él no tendría que estar ahí. Viendo a su amado marcharse y tener que poner
buena cara.
Cuando finalmente la
ceremonia termino, los presentes comenzaron a desplazarse fuera del lugar. A excepción
de él, quien seguía quieto, con las manos delante de él, por encima del cinturón,
mirando fijamente la lápida, donde se leía “Kasamatsu Yukio”.
El hombre mayor se acercó, hincándose
sobre su rodilla izquierda. Sin importarle la suciedad o el traje.
Metió la mano dentro de su
saco, tomando algo del interior y la alargo hacia la lápida, dejando encima de
esta un pequeño girasol. Esbozó una media sonrisa, haciendo que sus arrugas se
pronunciaran un poco más.
-
Hey, mi amor. Parece
ser que siempre estás un paso delante de mí, ¿no? – rio, imaginándose a su
amado dándole un fuerte golpe por su chiste tonto, y algo cruel. – Realmente te
has ido. N-No me parece nada justo. En especial cuando dijiste que siempre estarías
ahí para mí. – bajó la mirada, incapaz de contener aquellas lagrimas que se habían
almacenado por días. - Sé que te prometí
no llorar, pero no puedo sonreír. No de corazón. Una vida sin ti, jamás me la
imagine y ahora… no puedo afrontarla. Tal vez… si te hubiese cuidado más, tu…
¡No tendrías que estar en este lugar!
Finalmente se rompió,
cayendo sobre la lápida, llorando como un niño pequeño. Infantil y tonto, aferrándose
a la lápida, como si al hacerlo su amado fuera a aparecer delante de él.
Pero no fue así. No quería
dejarlo ir. Aún no.
Sintiendo el suave tacto de
alguien sobre su hombre, se sobresaltó.
Levanto la mirada, encontrándose
con un par de ojos azules, eran como el mismo cielo que se vislumbraba por
encima de su cabeza. Se quedó pasmado, con las palabras en la boca. Pero cuando
le reconoció se sintió decepcionado de sí mismo.
Fue el chico quien hablo,
preocupado, ayudándole a ponerse de pie.
-
¿Estás bien? ¿Qué te
pasó? – le sacudió el polvo que aún quedaba sobre sus ropas.
-
N-Nada. Solo… actué
idiota. – bromeo, pero el chico hizo una mueca, inconforme con su respuesta.
Este se le acerco y lo rodeo
con sus brazos, atrayéndolo contra él.
Era más pequeño, aunque para
él ya era alguien grande. Lo recordaba de haberlo tenido entre sus brazos recién
nacido y aquellas noches donde lo mantenía despierto por el llanto, levantándolo
por encima de él cuando jugaban al avioncito, sobre sus hombros mientras lo
llevaba al parque o cuando había salido de primaria y este solo le llegaba casi
a los hombros.
Eran idénticos. No solo físicamente,
sino en personalidad. Su hijo podía ver a través de él, justo como su madre.
-
No tienes que
esforzarte, papá. Yo también… lo extraño. – dijo, su voz quebrándose en las últimas
palabras. No podía verlo, pero lo sabía. Su hijo se sentía igual.
Él había perdido a su
esposo, pero su hijo había perdido a su madre.
Así se quedaron unos
minutos, abrazados, llorando todo lo que se habían guardado los últimos días. Diciéndose
palabras reconfortantes para darse ánimos.
Se separaron cuando todo lo
acumulado había salido y se miraron fijamente. Kise alargo su mano y le limpio
las pocas lágrimas que aún quedaban en sus ojos, para luego revolver sus
cabellos gentilmente. Tenía los ojos rojos e hinchados de tanto llorar y aún tenía
la voz ronca.
-
Gracias, Kou-chan –
dijo, dándole un suave y tierno beso en la frente. – Mamá estaría orgulloso de
ti.
El otro no dijo nada, solo sonrió
a las palabras de su padre. Lo tomó de la mano y comenzaron a caminar con dirección
a su hogar. Aún quedaban cosas por hacer. Y los invitados esperaban para
terminar la ceremonia y dar su pésame.
Comentarios
Publicar un comentario